Cocinar
La pandemia reveló que muchos humanos en este siglo XXI, comen muy mal o no comen. No solo por comer animales, sino también por ser pobres o no saber cocinar.
Los sapiens hemos dejado de cocinar, calculo desde hace unas cuatro
décadas. Recuerdo que hace tres años, quisimos
alquilar un apartamento temporal para pasar varios días en Medellín. Nos costó trabajo encontrar un apartamento con
cocina. La cocina en las grandes ciudades
hoy en día está compuesta por un microondas y una nevera. Es decir, es un lugar para recibir un paquete,
sentarse a comer la comida que llega a domicilio, calentarla – en el microondas-
o guardarla – en la nevera.
También recuerdo que, en mi casa de familia en Bogotá, todos los días se cocinaba dos veces al día, pocas veces íbamos a restaurantes y no se conocía la entrega a domicilio.
Quizá los sapiens hemos abandonado la cocina por una o todas las
siguientes razones: no hay tiempo, o es más
fácil pedir un domicilio, o más barato comprar comida congelada, o el
restaurante de la esquina prepara comida casera rica y barata, o no hay tiempo
para hacer mercado. Otro recuerdo: una
conversación hace 10 años,
-
Nosotros pedimos el mercado a domicilio, a Carrefour
-
¡En serio! ¿y quien escoge las verduras, los tomates?
- ¿Tomates? Puro enlatado querida. No hay tiempo para cocinar.
O sencillamente, no saben cocinar.
Suena loco, ¿no? Es como si de repente
dejáramos de hablar, o de leer, o de escribir, así, de un momento a otro. Irene Vallejo en su maravilloso libro “El
infinito en un Junco”, escribe: “en todas las sociedades que utilizan la
escritura, aprender a leer tiene algo de rito iniciático. Los niños saben que
están más cerca de los mayores cuando son capaces de entender las letras”. Lo mismo debería ocurrir con los alimentos.
Los sapiens podríamos estar más conectados con el planeta, si fuéramos capaces
de entender, de donde vienen los alimentos.
Una de las primeras acciones que
nos identificó como humanos, fue la acción de cocinar- es decir, aprovechar
el fuego para pasar de estado crudo a cocido, al inicio la carne de animales
que los cazadores obtenían después de varios días de hambre y esfuerzo. Hoy puede ser comprendida desde una obligación,
hasta un arte. El arte de cocinar, placer para los sentidos.
Cocinar para muchos se constituye
en un acto de fe. Para otros una forma
de vida o una pasión, pero lo que es claro, vista la crisis climática, los
desordenes alimentarios y sanitarios – pandemias, obesidad, diabetes, etc etc, es
que cocinar hoy, debe ser una acción política imprescindible para lograr comprender
el mundo y revertir todas las malas praxis adquiridas.
En la década de los 70, cuando
surgió el movimiento pacifista, feminista y ambientalista, en Berkeley,
California, una de las manifestaciones pacificas que se vieron en el entorno,
fueron las huertas comunitarias, para apoyar productores locales y de paso para
elaborar de alimentos saludables y baratos.
(Chez Panisse, 1973). Además de sentar posturas políticas claras
frente al frenético lobby de grandes industrias de la alimentación en el
congreso de los EEUU, también se hablaba del rechazo total a los tantos conflictos
y guerras que desató el bipolarismo, la guerra fría.
Todas estas acciones, desde el
cuidado del cultivo de berenjenas hasta una postura humanitaria de cara a la
guerra en Vietnam, se discutían alrededor de los alimentos. De los fogones. De
los sabores, del placer. De la fraternidad.
No me cabe duda, que volver a la
cocina es un acto político. En las
escuelas, debería existir una asignatura que se llame “cultura y alimentación”. Entender
de dónde viene la comida. Saber qué comer, por qué comer, cuánto comer, quien
puede comer, quien no puede comer. Un
sabroso y amoroso camino para acomodarnos como humanidad, en estos tiempos
virulentos. Y violentos.
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